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Tristeza

Cuando niño escuché a mi abuela comentar a mi madre que María, la vecina, había muerto de tristeza. La frase hizo nido en mi mente. No podía entender que alguien dejase este mundo por estar triste, por una pena.
A pesar de mi corta edad, mi curiosidad era enorme y así me enteré que María no había soportado la muerte repentina de su esposo Juan. Reconozco que la muerte de Juan también me había conmovido.
Un tipo simpático, joven, lleno de vida, siempre en su bicicleta, de saludo fácil y mano generosa. Un día llegó en su bici transpirado, mucha fiebre, el médico dijo neumonía. En poco tiempo, Juan murió.
El alma de María se fue con él. No salió de la casa, se negó a comer, no se levantó más de la cama y a los veinte días falleció de tristeza según el médico, la chusma del barrio y el contundente diagnóstico de mi abuela.
Transcurrido el tiempo aprendí que la tristeza es la causa de la depresión y que la depresión algunas veces te mata cuando es intensa, cuando el asunto es irremediable y no se puede reparar ni suplir, cuando te encuentra vulnerable, cuando se hace trizas el corazón, cuando la injusticia, cuando la opresión, cuando el desinterés, cuando nadie te piensa. Empieza silenciosamente, casi no te das cuenta.
Un día decidís no hacer la caminata diaria, al otro faltás con cualquier excusa al trabajo, el día siguiente postergás ese escrito impostergable, decidís no cenar, te vas a dormir apenas llegás del trabajo, no te reunís con los amigos, no llamás, te dejan de llamar, un par de mates es suficiente, te encerrás, no mirás televisión, el sol deja de brillar, el cielo siempre gris, las nubes, nada tiene sentido, no encontrás ni un por qué ni un para qué. Así, lenta pero inexorablemente, te vas dejando, abandonás cosas y personas y un día sin más te perdés. La vida no es fácil sin duda, pero para algunos se torna terrible, insoportable, intolerable, un tormento. El vacío invade todas las cosas, la soledad, el silencio.
Así me sucedió a mí, Oscar. No te lo puedo contar porque ya no hablo. Lo pienso mientras mis ojos seguramente tristes te miran y mis oídos escuchan tu voz que pregunta, las palabras de aliento que agradezco profundamente pero que ya no sirven; llegaron demasiado tarde, son como decimos los abogados extemporáneas.
Te llama la atención mi extrema delgadez, Oscar. Nada del otro mundo. No puedo comer. Al principio me llenaba enseguida y dejaba la mitad de lo que me habían servido. La omisión fue en aumento hasta que rechacé el más pequeño bocado.
Ahí comenzaron con el suero, vitaminas inyectables, etc.
Ya no me levanté de la cama. ¿Que me pasó?, preguntás. Perdí interés, se fue la voluntad, no encontré motivos, se extraviaron los incentivos, pensé que ya había hecho todo, para qué seguir con la rutina, con el esfuerzo, si ya lo hecho era más que suficiente.
¿Si sufro? No, Oscar, para nada. Estoy bien. Quizás este asunto de vivir nunca fue para mi. ¿Te acordás de lo que dijo Woody Allen, que vivir no es para cualquiera? Bueno, tiene razón, vivir no es para mi.
¿Si duermo bien? Espectacularmente, Oscar. Mis sueños son fantásticos, maravillosos, ellos sí valen la pena.
¿Qué es lo que deseo? Morirme, Oscar. Quiero morirme con la esperanza que esos formidables sueños vayan conmigo.
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