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Libertad


Juan era periodista. Se ocupaba de temas sociales y políticos de interés general. Sus artículos eran intensos, punzantes, atrevidos, claros, auténticos, sin grises, como su propia vida. La página blanca lo desafiaba y él, gustoso, aceptaba el desafío. La realidad era la materia prima de sus crónicas. Su estilo, inmutable cualquiera fuese el color político de turno.
Crítico implacable de la corrupción, había enfrentado sin piedad a la justicia sometida ignominiosamente al poder político, señalando sin titubear la parcialidad de los magistrados, impugnando la absurda multiplicación de ilícitos prescriptos.
Juan afirmaba con fuerza que los jueces debían actuar libremente, sin ninguna sujeción. Su única y esencial obligación era investigar y resolver los casos que llegaban al conocimiento y decisión de los mismos. No hacerlo era actuar con desidia o dolo e implicaba consagrar la impunidad.
El poder político hacía de la democracia y de la libertad una burda escenografía. Era un régimen totalitario, absoluto, sin ningún respeto a la ley y a la constitución. No tardaron a llegar los avisos al diario en el cual trabajaba Juan, requiriendo imperativamente que se acabaran esos comentarios molestos.
Juan no sólo no puso fin a sus dichos cuestionados sino que retrucó atacando. Denunció la insolente tentativa de restringir la libertad de prensa; destacó que la palabra era el único medio para que el pueblo tuviera conocimiento de la verdad, esa ráfaga fugaz de aire fresco que procuraba movilizar tanta quietud, tanto conformismo, esa inmensa resignación. Un grito de alerta que hacía trizas el silencio reinante.
El Poder exigió el despido de Juan. El director del diario se resistía a concretarlo. Muchísimo dinero en publicidad oficial vencieron su resistencia y la inquieta y preocupante palabra de Juan dejó de ser.
Los poderosos, los dueños del mundo, habían logrado una vez más dejar en la oscuridad el clamor de libertad, de independencia, de justicia. Al menos eso parecía.
Juan armó su propio diario digital. A través de internet se encaminó decididamente a combatir la opresión y los desmanes que se habían hecho dueños del lugar donde había nacido. Su prédica ya no llegaba sólo a todo el país sino que se extendía al mundo entero, que por su intermedio se enteraba de la sangrienta dictadura instalada en su tierra.
Paulatinamente se fue convirtiendo en el sitio más leído en el rubro periodismo. Se sentía libre, feliz, sin límites. Cuanto más atrevimiento, mayor era el número de lectores. Toda su euforia acabó cuando una mañana la página desapareció de la pantalla. La habían jaqueado.
Juan no se rindió, contrató los servicios de una fuerte empresa extranjera y siguió con el sitio. Fue por poco tiempo. Un par de emisiones y no sólo fue jaqueada su página sino que Juan comenzó a ser perseguido.
Fue mudando su residencia a menudo. Agotada la lista de amigos que le abrían las puertas de sus hogares, un domingo a la madrugada fue capturado al salir de uno de sus refugios. Cuatro maleantes enmascarados lo esposaron, lo introdujeron en un automóvil que un par de ocasionales testigos identificaron como un Falcon color verde sin patente. En su interior lo golpearon salvajemente.
Lo llevaron con los ojos vendados y una cinta plástica en la boca a un caserón en el medio de la nada. La golpiza fue feroz. El sonido de los huesos rotos de Juan lastimaba el silencio del lugar. Desnudo lo colocaron en una camilla, lo sujetaron de pies y manos, lo picanearon hasta un instante antes de la muerte. Después lo desataron, lo arrastraron por el piso tomándolo de los pelos. Juan, intentado aliviar el sufrimiento, apoyó las manos en el suelo mientras lo llevaban de un lado a otro. Sus manos terminaron negras y esmeriladas. Esa fue la visión de Juan antes de su último desmayo.
Cuando despertó, el frío atravesaba todo su cuerpo. Estaba sin ropas en medio de un descampado. Percibió una sensación de muerte inminente. No claudicó. Como pudo se arrastró hasta la ruta, se irguió, pidió ayuda. Nadie se detenía. Un viejo camión que transportaba frutas y verduras lo hizo. Lo escondió entre la carga y el comerciante no se detuvo hasta llevarlo a su propia casa.
Con la ayuda de su esposa lo bajaron a un pequeño pero confortable sótano. A Juan esa cama tibia le pareció una maravilla. La esposa del camionero, enfermera jubilada, curó sus heridas. Largo tiempo estuvo Juan recuperándose en la casa de esos amigos que Dios había puesto en su camino. Cuando se sintió lo suficientemente fuerte tomó la decisión de marchar, no quería comprometer más a tan buena gente. Así, con sus huesos fracturados pero pudiendo movilizarse, abrazó a sus compañeros, les agradeció y ellos le desearon suerte.
Juan sabía que debía huir al extranjero. Estaba marcado. Seguramente lo estarían buscando. Aún mantenía contactos, los hizo valer y partió hacia el exilio. Un nuevo lugar, nueva gente, un futuro con esperanza. En la tierra que lo albergó reencontró la libertad, la justicia, el respeto por los derechos esenciales de la vida en sociedad.
Rápidamente halló trabajo en un diario de relevancia. Su prestigio profesional estaba intacto. Su primer artículo fue nota central de periódico que lo había contratado. La nostalgia por su tierra se ponía de manifiesto en cada línea. Citó a un gran jurista y escritor argentino, Juan Bautista Alberdi, quien había señalado que el gobierno que hostiliza a su pueblo no tiene ciudadanos sino prisioneros. Podrá convencer a algunos incautos pero el desierto y el atraso serán los señores de su destino. La libertad es el gran secreto para atraer población con espíritu laborioso. Si esa libertad no existe el territorio se despoblará rápidamente. En el mundo sobran sitios para los mejores, para aquellos individuos con las aptitudes necesarias para hacer crecer una Nación.
En su artículo Juan no dejaba de remarcar que constituía un gran desastre para cualquier país perder a su mejores hombres por necedad o codicia. Convertir a una nación en el reino de los mediocres constituía un gran error que se pagaría muy caro, afirmaba.
Agregaba que la única manera de los tiranos o dictadores para mantener la dependencia, el sometimiento, para sepultar la libertad, era a través de la violencia, la miseria y la ignorancia. Mas si ello no fuera suficiente y el pueblo resolviera a toda costa huir del terror y de la sujeción, los gobernantes serían capaces de construir las puertas más sólidas e imponentes con confiables cerrojos a los fines de retener a sus prisioneros, a sus esclavos, en el inmenso campo de concentración que el desatino y la locura de poder pudieran concebir.
No obstante ello, agregaba Juan, el pueblo lograría abatir todas las trabas, todos los cerrojos y la libertad volvería a reinar en su amada Patria.
¡Y así fue!

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