Otoño
en San Martín de Los Andes
"A veces la vida nos besa en la boca", dice Juan Manuel Serrat en una de sus
más bellas canciones. Esto es, que en determinadas épocas y lugares, la
rutinaria y mucha veces gris realidad se torna suave, dulce, brillante, plena
de sol, celeste cielo, y uno presiente que encontrará en ese bar el amor de
los amores, se reconcilia con uno mismo, percibe que la vida es simplemente
maravillosa, que nada se puede hacer para que la olvidada sonrisa nos
sorprenda plena, franca. Eso sucede a quien tiene la fortuna de visitar San
Martín de los Andes en Otoño.
Montañas, lagos, ríos, se llenan de magia y de colores que conmueven el alma
del visitante, del residente. El Lacar vestido de azul intenso nos invita a
caminar a su lado mientras los arboles pegados a la montaña nos regalan un
festival de colores, amarillos, ocres, rosas y ese matiz granate que antes no
habíamos apreciado.
En un par de piedras instaladas obstinadamente a la vera del arroyo que
desemboca en el lago, el que firma armó su "refugio", su lugar de remanso
cotidiano, bello sitio donde dibuja un par de pretensiosos versos en la
blanca hoja virginal de su libreta. La paz, el silencio, pájaros que se
sientan al lado de uno como para charlar, y la mirada al cielo nos devuelve
un techo sin nubes, enmarcado en inmensos árboles.
A la diestra el murmullo del agua que baja de la cascada y tropieza contra
las piedras del lecho, alegra la mente que ya se despojó de cualquier maleza.
La ciudad, siempre de gala, se brinda generosa a los visitantes. Restaurants,
pubs, paradores de todo tipo ofrecen las exquisiteces gastronómicas más
variadas. Desde el cordero al asador hasta las tartas que aparecen deliciosas
y para todos los gustos. Mi gran placer es sentarme en uno de los bancos del
paseo de la costa.
Allí espléndido y manso el lago, los veleros, las lanchas incansables a Quila
Quina, los chiquiles que no ahorran en bullicio. El sol pleno en la cara. En
el corazón una tibia sensación de ser feliz.
Ningo
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